Foro Permanente sobre Acceso a la Justicia y Derecho a la Salud en América Latina en contexto de la pandemia del COVID-19

CEJA / GIZ
27.09.2021

Tomado de: EL PAÍS Digital

Por: Gerardo Tripolone

Desde hace más de ochenta días, nos encontramos a merced de la prudencia de quienes tienen el poder de tomar decisiones en las esferas más altas de la política nacional y provincial. Aunque esto es en parte cierto en todo momento, se vuelve más evidente en tiempos de emergencia. Podemos pretender una deliberación pública más amplia como valor a alcanzar. Sin embargo, no es lo que sucede durante una crisis, ni en Argentina ni en ningún lugar del mundo.

La frase común es que “Argentina vive en emergencia”. Hay razones para pensar que esta idea es cierta. Nuestro país no es la excepción: el proceso de consolidación de la emergencia como forma normal de gobierno atraviesa las democracias occidentales, por lo menos, desde la Primera Guerra Mundial.

En cualquier caso, lo importante es determinar de qué hablamos cuando hablamos de emergencia. Nuestra historia constitucional es testigo de una mutación conceptual alrededor del término.

En las décadas posteriores a la sanción de la Constitución 1853 y la ratificación por Buenos Aires en 1860, el problema principal era la contención de las rebeliones de caudillos provinciales. Además del estado de sitio, la Nación acudía a poderes de emergencia que consideraba implícitos en la Constitución. Los conflictos armados internos legitimaron ejecuciones sin juicio de los enemigos o amnistías e indultos emitidos por “comisionados” del gobierno federal en las provincias y no por el Congreso Nacional o el Presidente.

A comienzos del siglo XX, las situaciones de emergencia se configuraron a partir de las protestas de movimientos obreros, anarquistas, socialistas o de otras corrientes afines. La represión utilizando el Ejército en la “Semana Trágica” y en la “Patagonia Rebelde” es paradigmática. La lógica fue similar o agravada durante el siglo XX, tanto en gobiernos de facto como constitucionales. En el siglo XXI encuentra su apogeo en diciembre de 2001 con la declaración del estado de sitio de Fernando de la Rúa.

Pero también se dieron dos fenómenos de emergencia durante los tres primeros gobiernos de Hipólito Yrigoyen: el de las intervenciones federales y el comienzo de las leyes de emergencia económica.

Yrigoyen fue pródigo en decretar intervenciones federales a las provincias. Argumentó que las situaciones de emergencia provinciales ponían en peligro las autoridades locales. Sin embargo, la oposición a Yrigoyen siempre las consideró una forma de controlar a quienes querían hacerle sombra a su poder personal.

En cuanto a la emergencia económica, en la década de 1920 comenzaron a surgir las primeras leyes que regulaban los precios de los alquileres. Esto se dio en el contexto de la llamada huelga de los inquilinos a raíz de los reclamos por el hacinamiento en los conventillos. El Estado comenzaba a intervenir en la regulación de un contrato, como es el de locación, que se entendía librado por entero a la voluntad de las partes. Sin embargo, la situación de emergencia ameritaba una limitación en el ejercicio del comercio.

En un fenómeno que en lo absoluto fue exclusivo de Argentina, el resto del siglo XX y XXI estuvo marcado por la emergencia económica. Las facultades del presidente aumentaron, siendo los decretos de necesidad y urgencia el instrumento más conocido.

En 1985, Raúl Alfonsín decretó el Plan Austral sin intervención del Congreso (que es quien tiene estas facultades) argumentando que las medidas resueltas sólo podían ser efectivas “sin preanuncio”. Para el presidente, constituían mecanismos de “autodefensa de la comunidad para evitar las consecuencias irreparables derivadas de la publicidad y la postergación de las medidas”.

Carlos Menem aprovechó gustoso este y otros precedentes para tomar decisiones fundamentales en materia económica a través de múltiples DNU, sin ningún debate previo. La Convención Constituyente de 1994 legítimó esta práctica e intentó, en vano, regularla.

Desde 2002, el país vive formalmente en emergencia económica permanente. A través del instituto de la delegación legislativa (también introducido en la reforma de 1994), el Congreso de la Nación le ha otorgado al presidente facultades legislativas amplias para regular un sinnúmero de asuntos que, en situaciones de normalidad, le estaría vedado.

Este ha sido el paradigma a la hora de estudiar las emergencias constitucionales en el siglo XXI. Sin embargo, el siglo XX fue testigo de otros tipos de emergencia.

Una, que duró poco tiempo, fue la que se produjo por el estado de guerra internacional declarado por el gobierno de Farrell en 1945 contra las potencias del Eje. Esto habilitó la confiscación de bienes de propiedad de ciudadanos alemanes, medida que la Corte Suprema de Justicia legitimó en 1947 y rechazó en 1959 (la legitimación y el rechazo, por supuesto, coinciden con quién ejercía la presidencia en cada uno de los años).

Más trascendente aún para la historia nacional es el ejercicio de los poderes de emergencia en conflictos internos. Valiéndose del instituto constitucional del estado de sitio o simplemente apelando a una “guerra interna” o un estado de emergencia, gobiernos democráticos y de facto se valieron del poder militar y policial para combatir levantamientos militares, grupos armados, sindicatos y movimientos sociales.

La historia de los gobiernos de facto apelando a una situación de emergencia es conocida. Tal vez se conoce menos que Perón declaró el “estado de guerra interno” ante el levantamiento de Benjamín Menéndez en 1951. Arturo Frondizi declaró, basado en una ley aprobada por el gobierno peronista, el “estado de conmoción interior” ante las protestas obreras por la crisis económica. Ambos instituyeron consejos de guerra para juzgar a los sublevados, en el primer caso, y ¡a civiles!, en el segundo.

Se sabe también del decreto de María Estela Martínez de Perón en 1975 que ordena combatir y “aniquilar” a la guerrilla en todo el territorio nacional. Es menos recordado que, luego del copamiento del cuartel de La Tablada, Alfonsín dictó un decreto en el que sostenía que, “dadas las particularidades de la acción terrorista subversiva”, la “Nación en su conjunto” resultaba agredida. Alfonsín consideraba que se debían “instrumentar medidas de defensa que se irán graduando según la magnitud de la agresión, para lo cual se recurrirá a las Fuerzas Policiales o de Seguridad […] pudiendo finalmente llegarse al empleo de las Fuerzas Armadas”. Dictado en marzo de 1989, contradecía abiertamente la ley de defensa nacional promulgada por él mismo en diciembre de 1988.

Un nuevo paradigma

La pandemia global producida por el Covid-19 trae un nuevo modelo de emergencia. De ahora en adelante, el paradigma para estudiar la emergencia será lo que estamos viviendo en la actualidad.

Desde el 20 de marzo de este año, el país transcurre la situación de emergencia más extendida en espacio y tiempo desde la vuelta de la democracia. Es una situación declarada por el propio presidente, sin el consentimiento expreso del Poder Legislativo.

El consenso ciudadano es difícil de medir, pero puede afirmarse que contó con él durante gran parte de lo que llevamos en cuarentena. Sin embargo, como era previsible, ese consenso comenzó a mellarse por el hartazgo del encierro y la crisis económica.

La literatura sociopolítica ha dado cuenta del proceso social que se da en las emergencias: la ciudadanía reclama medidas rápidas, enérgicas y efectivas al Poder Ejecutivo. Si la situación mejora o se estabiliza, el apoyo es inmediato. Sin embargo, con el correr del tiempo, se acusa al presidente por las consecuencias de las mismas medidas que se reclamaron, sobre todo cuando vuelve la normalidad. Aunque no es lineal, es un proceso común.

La pregunta que debemos tratar de responder es: ¿Qué hay de nuevo en esta situación de emergencia?:

La salud pública como causa de emergencia no es novedad. Argentina ha vivido otras pandemias importadas y se han declarado cuarentenas específicas y acotadas. Sin embargo, nunca tan extendidas en el tiempo, ni tan generales y rigurosas. Aunque el Estado gestiona la salud de la población desde que existe la política, no conocíamos de forma tan directa y evidente el poder estatal para controlar la libertad de las personas en pos de garantizar su vida biológica.

Que la emergencia y las restricciones se declaren por el presidente y no por el Congreso no es novedoso en lo absoluto. En el repaso previo se vio que ha sido el Poder Ejecutivo el que ha encarado estas situaciones de emergencia, algo que no sucede solo en Argentina. La ciudadanía reclama medidas principalmente al presidente. Solo cuando se nota sus excesos y/o deficiencias o bien cuando retorna la tranquilidad, se pide intervención al Congreso y el Poder Judicial para frenarlo.

La expansión de poderes presidenciales tampoco es novedad en sí misma. Es un dato original de nuestra Constitución la presencia de un Ejecutivo muy fuerte (como lo pedía Alberdi) en cuya cabeza recaen poderes como declarar el estado de sitio, la intervención federal y la guerra durante el receso del Congreso. Aunque se requiera la ratificación posterior, es un poder muy grande. Los DNU y la delegación legislativa han ampliado estas potestades. La doctrina de los poderes implícitos aún más. Dentro de un marco constitucional bastante laxo en cuanto a las posibilidades de restringir derechos, el presidente tiene amplísimas facultades limitadas más que nada por criterios políticos y de razonabilidad de las medidas.

La generalización en la restricción a los derechos en un contexto democrático tal vez sea la gran novedad. Nunca tantos derechos habían sido restringidos a la vez y en tal grado: la libertad de circulación, de comercio, de entrar y salir del país, de ejercer industria lícita, el derecho a trabajar, a reunirse, a profesar culto, a la educación, entre otros, fueron prácticamente abolidos para una porción importante de la población. La regla se transformó en la imposibilidad de ejercer los derechos, mientras que la excepción es su ejercicio.

Ciertas situaciones de emergencias en democracia (ni hablar de gobiernos de facto) afectaron derechos, a veces de forma mucho más grave, cercenando la vida y la libertad de grupos de personas. Sin embargo, no se conoce una restricción tan expandida espacial y temporalmente que afecta prácticamente a todos los habitantes de la Nación.

Es obvio que la Constitución no pudo prever la pandemia actual. No hay una cláusula que ofrezca la solución para una situación en la que todos individualmente y la Nación en su conjunto está en riesgo. Lo que no resulta tan obvio es que la propia naturaleza de la política impide regular anticipadamente este tipo de situaciones.

La confianza en que el derecho solucionará todo de manera previa es infantil. Más que nunca, estamos a merced de la prudencia de quienes toman las decisiones. La evaluación de la actuación de esta gente no puede hacerse a la luz de parámetros de normalidad, sino con conciencia de la excepcionalidad.

No hay dudas de que la ciudadanía debe prestarles mucha atención a su actuación y estar alerta. Debe evaluar, reconociendo la gravedad del contexto, a ese grupo de personas sobre quienes ha recaído una responsabilidad histórica inconmensurable. Su valía como políticos está en juego, al igual que nuestras aptitudes como comunidad.

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